
Las Meninas es la obra más famosa de Velázquez. Fue pintada por el
genial artista sevillano en 1656, según Antonio Palomino, fecha bastante
razonable si tenemos en cuenta que la
infanta Margarita
nació el 12 de julio de 1651 y aparenta unos cinco años de edad. Sin
embargo, Velázquez aparece con la Cruz de la Orden de Santiago en su
pecho, honor que consiguió en 1659. La mayoría de los expertos coinciden
en que la cruz fue pintada por el artista cuando recibió la distinción,
apuntándose incluso a que fue el propio Felipe IV quien lo hizo.
La estancia en la que se desarrolla
la escena
sería el llamado Cuarto del Príncipe del Alcázar de Madrid, estancia
que tenía una escalera al fondo y que se iluminaba por siete ventanas,
aunque Velázquez sólo pinta cinco de ellas al acortar la sala. El Cuarto
del Príncipe estaba decorado con pinturas mitológicas, realizadas por
Martínez del Mazo copiando originales de
Rubens, lienzos que se pueden contemplar al fondo de la estancia.
En la composición, el maestro nos presenta a once personas, todas ellas
documentadas, excepto una. La escena está presidida por la infanta
Margarita y a su lado se sitúan las meninas María Agustina Sarmiento e
Isabel de Velasco. En la izquierda se encuentra Velázquez con sus
pinceles, ante un enorme lienzo cuyo bastidor podemos observar. En la
derecha se hallan los enanos Mari Bárbola y Nicolasillo Pertusato, este
último jugando con un perro de compañía. Tras la infanta observamos a
dos personajes más de su pequeña corte: doña Marcela Ulloa y el
desconocido guardadamas. Reflejadas en el espejo están las regias
efigies de Felipe IV y su segunda esposa, Mariana de Austria. La
composición se cierra con la figura del aposentador José Nieto.
Las opiniones sobre qué pinta Velázquez son muy diversas. Soehner, con
bastante acierto, considera que el pintor nos muestra una escena de la
corte. La infanta Margarita llega, acompañada de su corte, al taller de
Velázquez para ver como éste trabaja. Nada más llegar ha pedido agua,
por lo que María Sarmiento le ofrece un búcaro con el que paliar su sed.
En ese momento, el rey y la reina entran en la estancia, de ahí que
algunos personajes detengan su actividad y saluden a sus majestades,
como Isabel de Velasco. Esta idea de tránsito se refuerza con la
presencia de la figura del aposentador al fondo, cuya misión era abrir
las puertas de palacio a los reyes, vestido con capa pero sin espada ni
sombrero. La pequeña infanta estaba mirando a Nicolasillo, pero se
percata de la presencia de sus regios padres y mira de reojo hacia fuera
del cuadro. Marcela Ulloa no se ha dado cuenta de la llegada de los
reyes y continúa hablando con el aposentador, al igual que el enano, que
sigue jugando con el perro.
Pero el verdadero misterio está en lo que no se ve, en el cuadro que está pintando Velázquez.
Algunos autores piensan que el pintor sevillano está haciendo un retrato
del Rey y de su esposa a gran formato, por lo que los monarcas reflejan
sus rostros en el espejo.
Carl Justi considera que nos encontramos ante una instantánea de la vida
en palacio, una fotografía de cómo se vivía en la corte de Felipe IV.
Ángel del Campo afirma que Velázquez hace en su obra una lectura de la
continuidad dinástica. Sus dos conclusiones más interesantes son las
siguientes: las cabezas de los personajes de la izquierda y las manchas
de los cuadros forman un círculo, símbolo de la perfección. En el centro
de ese círculo encontramos el espejo con los rostros de los reyes, lo
que asimila la monarquía a la perfección. Si unimos las cabezas de los
diferentes personajes se forma la estructura de la constelación llamada
Corona Borealis, cuya estrella central se denomina Margarita, igual que
la infanta. De esta manera, la continuidad de la monarquía está en la
persona de Margarita, en aquellos momentos heredera de la corona. Del
Campo se basa para apoyar estas teorías en la gran erudición de
Velázquez, quien contaba con una de las bibliotecas más importantes de
su tiempo.
Jonathan Brown piensa que este cuadro fue pintado para remarcar la
importancia de la pintura como arte liberal, concretamente como la más
noble de las artes. Para ello se basa en la estrecha relación entre el
pintor y el monarca, incidiendo en la idea de que el lienzo estaba en el
despacho de verano del rey, pieza privada a lo que sólo entraban Felipe
IV y sus más directos colaboradores.
En cuanto a la técnica con que Velázquez pinta esta obra maestra -considerada por
Luca Giordano
"la Teología de la Pintura"-, el primer plano está inundado por un
potente foco de luz que penetra desde la primera ventana de la derecha.
La infanta es el centro del grupo y parece flotar, ya que no vemos sus
pies, ocultos en la sombra de su guardainfante. Las figuras de segundo
plano quedan en semipenumbra, mientras que en la parte del fondo
encontramos un nuevo foco de luz, impactando sobre el aposentador que
recorta su silueta sobre la escalera.
La pincelada empleada por Velázquez no puede ser más suelta, trabajando
cada uno de los detalles de los vestidos y adornos a base de pinceladas
empastadas, que anticipan la pintura impresionista. Predominan las
tonalidades plateadas de los vestidos, al tiempo que llama nuestra
atención el ritmo marcado por las notas de color rojo que se distribuyen
por el lienzo: la Cruz de Santiago, los colores de la paleta de
Velázquez, el búcaro, el pañuelo de la infanta y de Isabel de Velasco,
para acabar en la mancha roja del traje de Nicolasillo.
Pero lo que verdaderamente nos impacta es la sensación atmosférica
creada por el pintor, la llamada perspectiva aérea, que otorga
profundidad a la escena a través del aire que rodea a cada uno de los
personajes y difumina sus contornos, especialmente las figuras del
fondo, que se aprecian con unos perfiles más imprecisos y colores menos
intensos. También es interesante la forma de conseguir el efecto
espacial, creando la sensación de que la sala se continúa en el lienzo,
como si los personajes compartieran el espacio con los espectadores.
Como bien dice Carl Justi: "No hay cuadro alguno que nos haga olvidar
éste".