lunes, 21 de mayo de 2012

Cristo Yacente-Andrea Mantegna

La pintura de Mantegna es arquitectónica, de la misma manera que podemos decir que la de Miguel Ángel es escultórica. Mantegna construye figuras y paisajes arquitectónicos pero la suya es una "arquitectura de las emociones". Hay un elemento demasiado sólido en sus obras. Imágenes compactas y trazos de piedras: los rasgos son duros y rocosos. Sin embargo, tras la primera impresión, el espectador atento descubre, paso a paso, aquella arquitectura emocional, bien manifiesta en el extraordinario estudio de los rostros. Retratista excepcional, Mantegna consigue su mejor pintura laica en sus rostros de grupo. En ellos se reflejan las nuevas pasiones de la sociedad renacentista, con sus grandezas y sus micerias. El Cristo yacente ocupa un lugar singular en la pintura religiosa de Mantegna, el cual, al parecer, nunca quizo desprenderse de esta obra. El sufrimiento de las Santas Mujeres que lloran sobre el cadáver es la continuación atemperada del violento dolor expresado por ese mismo grupo femenino de La Crucifixión. Pocas pinturas renancentistas acogen un desespero semejante, con especial énfasis en la actitud vencida de la Virgen María..
Entre el Cristo colgado en la cruz de La Crucifixión y el Cristo yacente apenas hay un territorio para la santidad. Sí lo hay, en cambio, para el inconformismo y la rebeldía. El punto de vista adoptado por Mantegna es completamente invasor y casi sacrílego: Cisto ha sido reducido a su naturaleza humana, Mantegna parece insistir, además, en que es precisamente esta reducción la que otorga una especial grandeza a su personaje. EL hombre que yace ante los ojos del espectador ha sido enfocado desde el ángulo más terrestre. El primer plano, los pies desnudos y horadados y, a partir de ellos, una abrupta perspectiva hacia el rostro y la cabeza. Si el espectador se niega a jugar al juego de la perspectiva le aparecerá un hombre aplastado, deforme, hinchado, alejado por completo de la gracia de Dios. Aun aceptando el juego es un cuerpo de difícil belleza, representado desde el ángulo menos favorecedor, en abierto contraste con la tradición estilizada occidental que culmina Velázquez.
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Fijémonos en la cara, tan extraña a la terrible contorsión del Cristo de Grünewald como el rigor mortis del de Holbein. Mantegna nos regala a un hombre que duerme, pero no plácidamente sino tenso y descontento. No hay muestras de la serenidad que debería haber en la cara del Redentor, una vez culminado su sacrificio. De nuevo, la suya es una hermosura enormemente difícil. Como la que se ve en las salas de disección. Mantegna debió de ser, como Miguel Ángel y tantos otros artistas de su tiempo, un perseverante estudioso de los cadáveres. El artista está muy cerca del cirujano, sólo que provisto de un espejo que recrea, como obra nueva, lo que aparece ante su retina como músculo despellejado y nervio roto. Sin embargo, al contrario que otros, Mantegna no transfigura los cadáveres en cuerpos aúreos. Únicamente muestra su arquitectónica desnudez, su abrumadora humanidad.
 
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