La pintura de Mantegna es
arquitectónica, de la misma manera que podemos decir que la de Miguel
Ángel es escultórica. Mantegna construye figuras y paisajes
arquitectónicos pero la suya es una "arquitectura de las emociones". Hay
un elemento demasiado sólido en sus obras. Imágenes compactas y trazos
de piedras: los rasgos son duros y rocosos. Sin embargo, tras la primera
impresión, el espectador atento descubre, paso a paso, aquella
arquitectura emocional, bien manifiesta en el extraordinario estudio de
los rostros. Retratista excepcional, Mantegna consigue su mejor pintura
laica en sus rostros de grupo. En ellos se reflejan las nuevas pasiones
de la sociedad renacentista, con sus grandezas y sus micerias. El Cristo yacente
ocupa un lugar singular en la pintura religiosa de Mantegna, el cual,
al parecer, nunca quizo desprenderse de esta obra. El sufrimiento de las
Santas Mujeres que lloran sobre el cadáver es la continuación
atemperada del violento dolor expresado por ese mismo grupo femenino de La Crucifixión. Pocas pinturas renancentistas acogen un desespero semejante, con especial énfasis en la actitud vencida de la Virgen María..
Entre el Cristo colgado en la cruz de La Crucifixión y el Cristo yacente
apenas hay un territorio para la santidad. Sí lo hay, en cambio, para
el inconformismo y la rebeldía. El punto de vista adoptado por Mantegna
es completamente invasor y casi sacrílego: Cisto ha sido reducido a su
naturaleza humana, Mantegna parece insistir, además, en que es
precisamente esta reducción la que otorga una especial grandeza a su
personaje. EL hombre que yace ante los ojos del espectador ha sido
enfocado desde el ángulo más terrestre. El primer plano, los pies
desnudos y horadados y, a partir de ellos, una abrupta perspectiva hacia
el rostro y la cabeza. Si el espectador se niega a jugar al juego de la
perspectiva le aparecerá un hombre aplastado, deforme, hinchado,
alejado por completo de la gracia de Dios. Aun aceptando el juego es un
cuerpo de difícil belleza, representado desde el ángulo menos
favorecedor, en abierto contraste con la tradición estilizada occidental
que culmina Velázquez.
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Fijémonos en la cara, tan extraña a la terrible contorsión del Cristo de Grünewald como el rigor mortis del de Holbein.
Mantegna nos regala a un hombre que duerme, pero no plácidamente sino
tenso y descontento. No hay muestras de la serenidad que debería haber
en la cara del Redentor, una vez culminado su sacrificio. De nuevo, la
suya es una hermosura enormemente difícil. Como la que se ve en las
salas de disección. Mantegna debió de ser, como Miguel Ángel y tantos
otros artistas de su tiempo, un perseverante estudioso de los cadáveres.
El artista está muy cerca del cirujano, sólo que provisto de un espejo
que recrea, como obra nueva, lo que aparece ante su retina como músculo
despellejado y nervio roto. Sin embargo, al contrario que otros,
Mantegna no transfigura los cadáveres en cuerpos aúreos. Únicamente
muestra su arquitectónica desnudez, su abrumadora humanidad.
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